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lunes, 15 de mayo de 2023

El primer identificado de los 71 exhumados en el cementerio de Orduña. Es de Fuente del Maestre.

Fructuoso aparece 82 años después.

Su hija Juana donó muestras genéticas para la identificación

Se trata de un vecino de Fuente del Maestre muerto en 1941 a los 55 años, casado y padre de cuatro hijas. Su familia recuperá los restos.

Exhumación de los restos de las víctimas del franquismo enterrados en el cementerio de Orduña (Vizcaya)EP

Murió en la prisión de Orduña (Vizcaya) el 6 de abril de 1941 a los 55 años y fue enterrado en el cementerio del municipio vasco. Se trata de Fructuoso Llorens Tolesano, vecino de la localidad pacense de Fuente del Maestre, y es el primer identificado de las 71 personas exhumadas en el campo santo de Orduña gracias al Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos Gogora.

Video emitido por el canal Extremadura, entrevista a la hija de Froctuoso.
Picar dos veces en la foto, para ver el video.

Se trata de un agricultor, casado y padre de cuatro hijas, “al que sacaron de casa y su familia nunca más supo de él”, según ha informado este miércoles el Instituto Gogora y recoge la agencia Europa Press.

La directora de Gogora, Aintzane Ezenarro, ha explicado que la familia Llorens Tolesano nunca ha sabido nada de él. Ezenarro ha precisado que ha sido Juana, la segunda de sus cuatro hijas, que en la actualidad tiene 94 años, la que el pasado mes de febrero donó la muestra genética que ha permitido la identificación de su padre.

Juana tenía 10 años cuando se llevaron a su padre, del que se “acuerda mucho” igual que de las “humillaciones que tuvieron que pasar”, ha indicado a la agencia Efe.

Gogora ya se ha puesto en contacto con la familia, a la que próximamente se le hará entrega de los restos en su localidad natal.

El pasado enero Gogora inició el proceso para la recogida de ADN de familiares de presos extremeños fallecidos en la prisión de Orduña (Vizcaya) entre 1937 y 1941, víctimas del franquismo. con el fin de poder identificar los restos humanos hallados en el cementerio de esta localidad vizcaína en las primeras exhumaciones realizadas.

https://www.elperiodicoextremadura.com/extremadura/2023/05/10/agricultor-extremeno-exhumado-cementerio-orduna-87174962.html

www,elperidocoextremadura.com

 


miércoles, 1 de febrero de 2023

Las fosas de la Transición: los pioneros extremeños de la memoria

Las fosas de la Transición: los pioneros extremeños de la memoria.

Publicado en EL SALTO. Digital.

elsaltodiario.com

Artículo de Manuel Cañada

17 DIC 2018 16:02

El pueblo de Extremadura estuvo durante la Transición en la vanguardia del

movimiento de la memoria histórica en toda España. Junto a Navarra es en estas tierras donde se produce el proceso de exhumaciones más potente. Y, sin embargo, este hecho es desconocido para la inmensa mayoría de la población, dentro y fuera de la región. ¿Cómo se explica este olvido, cómo es posible que prácticamente nadie reivindique aquel movimiento popular?

 

    Exhumación en Casas de Don Pedro, en el campo con los féretros.

“En casa de la carnicera se venden huesos rojos para el cocido”: así reza la pintada que alguien ha estampado frente al domicilio de Felisa Casatejada. Felisa regenta una carnicería en Casas de Don Pedro, un pequeño pueblo de la provincia de Badajoz. En la localidad se ha producido una inquietante revolución: los vecinos han conseguido exhumar la primera fosa común de fusilados republicanos desde la Guerra Civil. Es 13 de mayo de 1978, nace allí el primer movimiento por la memoria histórica, que se extenderá por toda Extremadura.

Hubo otro 78, hubo otra Transición, distinta a la fábula oficial, al cuento de hadas que se intensifica estos días con motivo del cuarenta aniversario de la Constitución. La narración del poder nos habla de padres de la patria, de Borbones providenciales, de consenso y cambio pacífico. Un relato edulcorado en el que está prohibido mencionar las palabras represión, miedo y movilización popular. Pero la Transición no puede entenderse sin ellas. Sin los 188 asesinatos provocados por la violencia institucional entre 1976 y 1983 (Mariano Sánchez Soler), sin la tutela y amenaza permanente de los poderes fácticos. Y tampoco sin la lucha constante de los movimientos populares, cuya expresión más genuina será, durante esos años, el movimiento obrero, que protagoniza “el período de conflictividad más intenso de toda Europa”, como nos recuerda Emmanuel Rodríguez.

Entre 1978 y 1983, solo en Extremadura, serán 37 los pueblos en los que se exhumen las fosas comunes, desafiando a la extrema derecha, a las presiones gubernativas y policiales, e incluso a la actitud pasiva o renuente en las direcciones de los principales partidos de la izquierda.

Es en ese contexto de hervidero popular, de poder constituyente en ciernes, donde fructifica el movimiento que lucha por la dignificación de los represaliados del franquismo y por el rescate de la memoria. Entre 1978 y 1983, solo en Extremadura, serán 37 los pueblos en los que se exhumen las fosas comunes, desafiando a la extrema derecha, a las presiones gubernativas y policiales, e incluso a la actitud pasiva o renuente en las direcciones de los principales partidos de la izquierda. Un potente movimiento popular, precursor en la reivindicación de la memoria histórica, pero que, sorprendentemente, es hoy prácticamente desconocido, quizás porque su simple recuerdo desestabiliza el relato tramposo de la Transición. “Curiosamente” la memoria sobre el primer movimiento de la memoria brilla por su ausencia.

La Transición, como apuntará Emilio Silva, “se fundamentó en un pacto de silencio y olvido con respecto al pasado”. Un pacto, con tres pilares: amnistía, amnesia y equidistancia. La Ley de Amnistía del 77 constituirá un despropósito mayúsculo, que acabará amparando incluso a los torturadores de la Brigada Político Social o legalizando las incautaciones –el robo- a centenares de miles de familias republicanas. “Pensar que el mundo de los vencedores estaba amnistiando al mundo de los vencidos, después de la perpetua venganza que fue el franquismo, suena a broma pesada; y pensar que los vencidos estaban amnistiando a los vencedores, sin que nadie hasta el momento hubiese establecido nada sobre los delitos por ellos cometidos, resulta absurdo”(Francisco Espinosa). 

Pero no hay ley ni conciliábulo capaz de ocultar un genocidio como el que provocó el fascismo en España. El historiador inglés Paul Preston lo denominó por su nombre preciso: holocausto, exterminio sistemático. Holocausto que escribirá en Extremadura algunas de sus páginas más sanguinarias, como el reguero de crímenes de la “Columna de la Muerte”, la matanza de Badajoz o las represalias tras la caída de la Bolsa de la Serena.

Holocausto que escribirá en Extremadura algunas de sus páginas más sanguinarias, como el reguero de crímenes de la “Columna de la Muerte”, la matanza de Badajoz o las represalias tras la caída de la Bolsa de la Serena.

El “paseo” y la fosa común serán los procedimientos predilectos en este plan de exterminio. Que se los trague la tierra, que no quede de ellos ni la memoria, que no se sepa siquiera si fueron o no eliminados, que los familiares no tengan donde velarles. La fosa común es “una sofisticada tecnología de producción de terror” (Francisco Ferrándiz), una herramienta que persigue “anular física y políticamente al adversario”, romper las familias e instaurar el miedo permanente en la comunidad. Y vaya si lo consiguieron. El 16 de mayo de 1939 se produce la matanza en Villarta de los Montes. En 1982, Eduardo Guzmán recoge en Tiempo de Historia el relato de los vecinos del pueblo: “Los veintitrés muertos de las dos «joyas» quedaron sin enterrar semanas y semanas, dejando que los devorasen los perros y las alimañas. A mediados de junio un teniente que llegó al pueblo, horrorizado al ver en Villarta a un perro con una pierna humana, ordenó que se sepultasen los restos de las víctimas. Fuimos familiares quienes tuvimos que hacerlo. Pero no se nos permitió trasladarles al cementerio del pueblo ni colocar una lápida o una cruz sobre sus tumbas. Durante siete largos lustros persistió esta prohibición”.

Ya en la Transición el grito preferido de los jóvenes cachorros de Fuerza Nueva seguirá siendo “Rojos al paredón”, el eco indeleble de la infamia de las fosas comunes, la representación más exacta sobre la condición asesina del fascismo. Pero en las cunetas de Extremadura y de España hay demasiada dignidad, demasiado excedente utópico como para pretender ahogarlo en miedo y olvido. Y, así, el olvido se va llenando de memoria, pueblo a pueblo.

Casas de Don Pedro, los pioneros

Todo se hunde en la niebla del olvido

pero cuando la niebla se despeja

el olvido está lleno de memoria.

(Mario Benedetti)

“A la derecha les cogió dormidos”. Así lo recuerda Santiago Mijarra, una de las personas que participó más activamente en “el traslado de los restos”, como entonces se llamaba popularmente a las exhumaciones de los republicanos asesinados. Su padre, Santiago Mijarra, y Julián Arroba consiguieron huir del pelotón de fusilamiento la noche del 25 de abril de 1939. Lo que ocurrió más tarde lo cuentan los historiadores Benito Díaz y José Ignacio Fernández Ollero en Mujeres y hombres de la sierra: “El 27 de mayo, a las cuatro de la tarde, paró un camión delante de una casa habilitada como cárcel donde se encontraban varios presos republicanos. Hicieron subir a tres mujeres: Rita Moñiño Gómez, Cecilia Emilia García Rubio, de 24 años, esposa de Santiago; Petra Eloísa Talaverano Soto, de 23 años, esposa de Julián Arroba y además a Ángel Serrano Gallego y a Pedro Talaverano Soto. A dos kilómetros del pueblo fueron ejecutados en el sitio llamado las Parideras, después de haber sido torturados”. Santiago Mijarra, hijo, será uno de los motores del movimiento que está naciendo. Es electricista de profesión y desde principios de los años setenta se ha implicado en las luchas de las Comisiones Obreras en Madrid, la ciudad donde ha emigrado toda la familia y otros muchos vecinos del pueblo, como José Casatejada, el hijo de Felisa, la familia de quién partirá la primera iniciativa de apertura de las fosas comunes.

Paloma Aguilar, la historiadora que, junto a Guillermo León, más ha investigado este primer ciclo de exhumaciones, reconstruye las raíces del acontecimiento: “Todo comenzó en 1976, en una de las visitas periódicas que la familia de José Casatejada hacía al pueblo. Su padre le había contado en multitud de ocasiones que sus hermanos (Julián y Alfonso) estaban enterrados en la finca de Las Boticarias. Aquel año se quedó mirando fijamente el emplazamiento de la fosa y le dijo: “hijo, ahora que ha muerto Franco y las cosas están cambiando, ¿crees que sería posible sacar a tus tíos de allí y enterrarlos en el cementerio?, a lo que el hijo respondió que al menos tenían que intentarlo”.

Según el testimonio de familiares que recoge Paloma Aguilar, destacados dirigentes del PSOE (Rodríguez Ibarra y Hernán Cortés Villalobos) han tratado de convencer a Felisa y José Casatejada de que no se lleve adelante la exhumación.

Comienza de ese modo la proeza, aún agarrotados por el miedo de los últimos fusilamientos del franquismo en 1975. Empieza el calvario de los despachos, la ilación de las pequeñas y a veces insospechadas alianzas, la inteligencia para aprovechar los resquicios legales. Y, sobre todo, la tenaz apelación a la dignidad y a la memoria del pueblo. Por tres veces (8 de noviembre de 1977, 30 de enero y 7 de abril de 1978) Felisa Casatejada se dirige por escrito al gobernador civil reclamando la autorización para realizar la exhumación y, de ese modo, poder dar a sus hermanos “cristiana sepultura en el Cementerio Católico de esta Villa”. El gobernador ha puesto la condición de que “no se aproveche el acto de traslado para hacer una manifestación política”. Y, según el testimonio de familiares que recoge Paloma Aguilar, destacados dirigentes del PSOE (Rodríguez Ibarra y Hernán Cortés Villalobos) han tratado de convencer a Felisa y José Casatejada de que no se lleve adelante la exhumación, porque “era muy peligroso” y “estaba todo muy reciente”.

  Traslado de los ataúdes de la primera exhumación de víctimas del franquismo en Casas de Don Pedro

El gobernador civil convoca a Felisa en su despacho de Badajoz, al que acude días más tarde acompañada de su marido. Allí, les prohíbe, “de forma tajante, cualquier tipo de manifestación de contenido político y la exhibición de todo tipo de símbolos partidistas”. La historiadora reproduce el testimonio de Felisa Casatejada: “No saquen las banderas, no digan ningún viva fulano, ni viva beltrano, vivas no quiero ninguno, porque ustedes van a ir muy vigilados; aunque usted no vea a la Guardia Civil, la Guardia Civil la va a estar viendo a usted; y si dicen algún viva o llevan alguna bandera, conste que usted pagará, a usted la cogen y usted pagará”. Estamos en el alabado año 1978, ya se han celebrado las primeras elecciones democráticas, pero el miedo sigue bien vivo. Felisa no se atreve a replicar al gobernador pero en toda una vida de sufrimiento ha aprendido las tretas del débil, el coraje emboscado tras la aparente aceptación. Cuando sale del despacho, su determinación es clara: “¿Cómo perros? ¡Ya los mataron como perros! Así no”.

El alcalde, el cura y los dueños de la finca Las Boticarias han prestado su conformidad, apoyos que serán fundamentales para el éxito de la iniciativa. El 13 de mayo de 1978, bien temprano, comienza la búsqueda con una excavadora. A las 13:10 aparece una bota y después los primeros huesos del crimen. La rabia y la emoción se funden. Al final de la tarde tres ataúdes están repletos de huesos y enseres de los asesinados, la prueba de la escabechina realizada (como ha demostrado concienzudamente Fernando Barrero Arzac, en ese emplazamiento fueron fusilados el 15 de mayo de 1939, 51 personas, entre soldados del campo de concentración de Zaldívar y vecinos de la localidad). Los restos serán velados dos noches en el campo, del mismo modo que, meses después, en julio, durante la segunda exhumación, serán custodiados en la entrada del pueblo por la carretera de Talarrubias. “Pasamos la noche allí, toda la familia, todos los que pudieron acudir. Había rumores de que iba a venir un grupo de extrema derecha”, recuerda Santiago Mijarra. La presión de los sectores ultraderechistas de la comarca y la provincia hacia el alcalde y el cura es grande. Pero la firmeza de las familias y la adhesión de los vecinos serán aún mayores y vencen. A la mañana siguiente, 39 años después de la matanza, los féretros recorren las calles del pueblo a hombros de las familias, cubiertos por banderas socialistas y comunistas y acompañados por más de 600 personas.

La presión de los sectores ultraderechistas de la comarca y la provincia hacia el alcalde y el cura es grande. Pero la firmeza de las familias y la adhesión de los vecinos serán aún mayores y vencen.

“El pueblo desentierra sus muertos. La Guerra civil acabó en Casas de Don Pedro, un pueblo cualquiera de Badajoz, el 15 de mayo de 1978”, así iniciaba su crónica José Catalán Deus, el reportero de Interviú, único medio de comunicación que informó del acto. En los periódicos regionales, que recogen habitualmente incluso las noticias más triviales –de ahí que se les suela calificar con cierta sorna como hojas parroquiales- no apareció ni una sola letra. Ni de esta ni de la inmensa mayoría de las 37 exhumaciones realizadas a lo largo de los cinco años siguientes. El historiador Guillermo León realizó un estudio minucioso sobre el tratamiento informativo que recibieron en el diario Hoy entre 1977 y 1982. De las nueve noticias aparecidas en ese tiempo, solo dos superaban las 150 palabras y solo en una de ellas se acompañaba de una fotografía, amén del discurso común a todas ellas, elusivo sobre el significado de los actos y descontextualizado. “La prensa regional jugó un papel silenciador, similar a la de tirada nacional”, concluía la investigación.

A pesar de la trascendencia que la guerra civil había tenido en la provincia de Badajoz, tanto “por la magnitud de la represión franquista” como por el hecho de “ser escenario bélico hasta marzo de 1939”, se decretó el silencio en la prensa regional y estatal. Como afirma el antropólogo Francisco Ferrándiz, “Interviú fue el único canal de expresión que existía en España en aquellos años para hablar de eso”. Décadas más tarde, cuando disertar sobre la memoria histórica no sea ya un trance embarazoso, algunos políticos e historiadores intentarán desacreditar esa labor de Interviú, a toro pasado, tildándola de sensacionalista. Ojalá hubieran tenido entonces, en aquellos años de ocultación, el coraje cívico y la honestidad que demostraron periodistas como José Luis Morales o José Catalán Deus.

El pulso de la memoria. Torremejía: embargando vacas, fortificando olvidos.

La apertura de las fosas en Casas de Don Pedro y la publicación en una revista de amplia difusión como Interviú suponen un revulsivo enorme para el incipiente movimiento de la memoria en Extremadura. En La Rioja, Asturias o Galicia se abren paso iniciativas similares e incluso en alguna, como Navarra, las exhumaciones cuentan con el apoyo de los párrocos locales.

Los emigrantes extremeños curtidos en el emergente movimiento obrero, los albañiles o los vendimiadores que protagonizan las huelgas de los 70, los campesinos que ponen en pie las guerras del tomate o del pimiento, los colonos que se oponen a la aberración nuclear...

El embrionario movimiento es uña y carne con las luchas populares que se despliegan en la región y en todo el país. Los emigrantes extremeños curtidos en el emergente movimiento obrero, los albañiles o los vendimiadores que protagonizan las huelgas de los 70, los campesinos que ponen en pie las guerras del tomate o del pimiento, los colonos que se oponen a la aberración nuclear, serán quienes alcen en sus pueblos la enseña de la memoria antifascista. La manifestación que se celebra el 14 de agosto de 1977 en Badajoz expresa bien esa sinergia de reivindicaciones populares; a la convocatoria asisten más de 9.000 personas - según el diario Hoy- y en ella se anudan la oposición a la central nuclear de Valdecaballeros, la reivindicación de la bandera y autonomía extremeñas y la memoria de la matanza de Badajoz.

“El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate”, escribió Walter Benjamin. El melón de la Transición está abierto y la memoria se sitúa como un asunto crucial que alimenta y se alimenta de las luchas del presente. “Yo creo que en España este problema de la ocultación y de la Guerra Civil, es muy concreto y está muy politizado. Diré, metafóricamente, que el pacto de la Moncloa implica el olvido”, afirmará con lucidez el controvertido Jorge Semprún. O reforma continuista con el franquismo o ruptura democrática, ese es el dilema que se dirime en cada artículo de la Constitución o en cada huelga, pero también, milímetro a milímetro, en cada fosa común, en la reparación de quienes dieron su vida por la libertad y la justicia. Al cabo de unos meses se produce la siguiente exhumación en Orellana la Vieja y otras familias comienzan a organizarse en Valle de la Serena, en Quintana o en Medina de las Torres. El movimiento que naciera en la comarca de la Siberia empieza a desplazarse hacia la comarca de la Serena, las Vegas o Zafra.

En Valle de la Serena, un pueblo de poco más de 1.200 habitantes, se recogerán en marzo de 1979 los restos de 70 víctimas. La iniciativa la ha tomado un grupo de familias, como en casi todos los casos, y los jóvenes más combativos, muchos de ellos a caballo entre el pueblo y la emigración. Luis Valor es uno de ellos, que por entonces trabaja, como Paco Farina y tantos otros, en el País Vasco. “La iniciativa y el peso fundamental lo llevaron las familias, los jóvenes jugamos más un papel de acicate”, recuerda Luis.

O reforma continuista con el franquismo o ruptura democrática, ese es el dilema que se dirime en cada artículo de la Constitución o en cada huelga, pero también, milímetro a milímetro, en cada fosa común, en la reparación de quienes dieron su vida por la libertad y la justicia.

En el Valle, a pesar de que no hubo ni una sola víctima entre los vencedores durante la Guerra Civil, la represión había sido salvaje. El 11 de agosto de 1938, tras el cierre de la Bolsa de la Serena, fusilaron al último alcalde republicano y “las sacas” continuaron durante prácticamente un año. Para mayor humillación, como relata Laura Muñoz en su tesis doctoral sobre la represión franquista, “la ejecución fue celebrada posteriormente por los perpetradores con una caldereta en un cortijo”.

La comisión organizadora de las familias y jóvenes reconstruirán el listado completo con la fecha exacta del fusilamiento de cada uno, exhumarán las cuatro fosas existentes y construirán el memorial. Pero para ello tendrán que eludir la tremenda presión tanto de los grupos de ultraderecha de la comarca como de las fuerzas de orden público. “La guardia civil se presentó al segundo día a tratar de impedir la apertura de la fosa. Nos dijeron que no se podía excavar. Nosotros le dijimos que no íbamos a parar, que sólo había una forma de que parásemos, que es que hicieran con nosotros lo mismo que hicieron en el 39, pegarnos un tiro. Y además que una parte del trabajo ya lo tenían hecho, porque las fosas ya las habíamos abierto”, recuerda Luis Valor. 

A lo largo de 1979 se multiplica el número de pueblos que se suman al movimiento: Barcarrota, Calamonte, Burguillos del Cerro, Quintana de la Serena… En la finca El Almendral, de Oliva de Plasencia, se recuperan los restos mortales de seis republicanos, entre ellos los últimos alcaldes de Plasencia, Julio Durán, y de Malpartida, Pedro Mirón; los féretros recorren las calles a hombros de familiares y militantes, acompañados de un silencio sobrecogedor, que habla por sí solo. Los muertos negados, humillados durante décadas, comparecen de nuevo y el pueblo se mira en su ejemplo de dignidad.

A lo largo de 1979 se multiplica el número de pueblos que se suman al movimiento: Barcarrota, Calamonte, Burguillos del Cerro, Quintana de la Serena… En la finca El Almendral, de Oliva de Plasencia, se recuperan los restos mortales de los últimos alcaldes de Plasencia, Julio Durán, y de Malpartida, Pedro Mirón.  

La elección de los ayuntamientos democráticos estimula los procesos de exhumación, pero las zancadillas y presiones de “las autoridades” no cesan. La memoria quema y hay que apagarla como sea. Torremejía quizás sea el mejor exponente de esa política de obstrucción y persecución. Allí se produce la exhumación los días 16 y 17 de agosto: los restos mortales de 33 republicados fusilados en 1936 son trasladados al cementerio, a petición de los familiares. El día 17 más de mil personas acompañan el traslado y homenaje en el cementerio católico municipal, pero la sorpresa es que unos días después el alcalde, Benito Benítez Trinidad, jornalero y militante de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) es denunciado por un concejal de UCD y, al mismo tiempo, por el Gobierno Civil de Badajoz. Le acusan de “malversación de caudal público”; el ayuntamiento, por acuerdo unánime, ha pagado diez jornales con cargo al empleo comunitario para ayudar a las familias en las tareas de exhumación y excavación de la nueva fosa. El juzgado, raudo en esta ocasión como un lince, fija las responsabilidades subsidiarias del alcalde en 50.000 pesetas, pero como Benito no dispone de esa cantidad ordena que le sea embargada una vaca, que es la única propiedad que detenta. Pero las familias y el pueblo se revuelven y son ellos quienes asumen colectivamente la sanción.

El caso muestra la estrategia del poder político. Es el gobierno civil directamente el que interviene y su objetivo es diáfano: hay que disuadir por todos los medios a los promotores del movimiento, hay que evitar que se siga expandiendo por toda la región y el país. El embargo de la vaca forma parte de una pedagogía del abuso de poder, que puede parecer ridícula, pero que resulta muy eficaz. Pero la condena al alcalde de Torremejía, además de aviso para caminantes con principios, es al mismo tiempo un cortafuegos dirigido contra los nuevos ayuntamientos democráticos y su potencia de transformación. Dedíquense ustedes a arreglar las farolas y las calles y no se metan en política, parece señalar la estrambótica sentencia. Dedíquense a la gestión y olvídense de rupturas democráticas y antifascismo.

En coherencia, otra de las medidas que adopta el poder es establecer requisitos más estrictos para lograr los permisos de exhumación de las fosas: “Las autoridades exigieron algo muy difícil de demostrar: que al menos un familiar de cada una de las personas que estaban enterradas respaldara la solicitud de traslado de los restos (…) el exceso de trabas hizo que algunos familiares, como en Siruela, decidieran trasladar los restos casi clandestinamente, antes de la llegada de los permisos” (Paloma Aguilar).

El desasosiego de la memoria histórica es el desasosiego de la Transición. El poder lo tiene claro: obstáculos administrativos, represión política, silenciamiento mediático y “cultura del olvido”. Hay que clausurar el pasado.

El desasosiego de la memoria histórica es el desasosiego de la Transición. El poder lo tiene claro: obstáculos administrativos, represión política, silenciamiento mediático y “cultura del olvido”. Hay que clausurar el pasado. El 28 de noviembre de 1978, diez días antes del referéndum sobre la Constitución, pretende reunirse en Madrid el Tribunal Cívico Internacional contra los Crímenes del Franquismo, una iniciativa que pretende emular al Tribunal Russell. Esa noche son detenidas en el Hotel Convención las diecinueve personas que componen la junta promotora.

El triunfo del 23 de febrero: la suspensión de la memoria

A pesar de los impedimentos y de la estrategia de ocultación, el movimiento se sigue propagando. Pero bajo la cada vez más atenta mirada de la ultraderecha: En Navas del Madroño, el domingo de ramos de 1980 se exhuman los restos de 68 vecinos, fusilados en enero de 1938 tras ser acusados de formar parte del “complot de Máximo Calvo”, el jornalero y dirigente comunista extremeño. Los vecinos de Navas están enterrados en una fosa común en el cementerio parroquial de Cáceres.

El periodista Alfredo Grimaldos cubre la noticia para Interviú y relata años después el ambiente de tensión de aquella fecha. “Cuando finalizó la exhumación, los restos de todos los fusilados se guardaron en cinco féretros, para trasladarlos hasta el pueblo. Al llegar la comitiva, los paisanos gritaban y lloraban, olvidándose del miedo que aún les tenía atenazados”. Grimaldos tuvo la idea poco feliz de acercarse a un bar frecuentado por los fascistas en Cáceres para preguntarles su opinión: “La barra estaba a la derecha y había un hueco en ella hacia la mitad del local, pero no me dio tiempo a llegar hasta allí. Nada más entrar, alguien me puso una pistola en la cabeza: -Vete de aquí, hijo de puta, ya sabemos quién eres. ¿Qué coño vienes a hacer?”. 

En Montijo será a finales de 1980 cuando comience la exhumación de las fosas comunes, que se encontraban en su mayoría en el espacio reservado al cementerio civil. “Quien nos informó de dónde estaban las fosas fue Alonso Ruíz, el Vaquero. Una tía suya murió por aquellas fechas y la fueron a enterrar por la caridad, en tierra. El enterrador, cavando, se encontró con la fosa común”. Quienes así lo recuerdan son Fernando Cruz, su hermano Rafa y Pedro Sánchez, trabajadores de la construcción y militantes comunistas que participaron activamente en aquella y en todas las batallas de la época por la dignidad.

La guerra civil en Zafra no fue un acontecimiento bélico, sino una matanza, escribió José María Lama en La amargura de la memoria. Y otro tanto, con igual rigor, podría decirse de Montijo y de tantos otros pueblos de Extremadura.

“La guerra civil en Zafra no fue un acontecimiento bélico, sino una matanza”, escribió José María Lama en La amargura de la memoria. Y otro tanto, con igual rigor, podría decirse de Montijo y de tantos otros pueblos de Extremadura. En Montijo, tomado por la columna de la muerte el 13 de agosto de 1936, no se había producido ningún asesinato de personas de derechas. Por el contrario, como recordaba recientemente Chema Álvarez en un estremecedor artículo, la denominada Escuadra Negra asesinó a más de 120 personas de la localidad. “Dos jerarcas falangistas montijanos trajeron de Badajoz la orden de que había que fusilar al 1% de la población de Montijo para sembrar el terror”. La Escuadra Negra, una sección de la Falange, con sus brigadillas de ejecuciones, se encargaba de aplicar el pavoroso porcentaje. La localidad contaba por entonces con 11.100 habitantes. Aquella escabechina, “bendecida por la Iglesia, animada por el párroco y alentada por las autoridades ilegítimas del momento, alcaldía y Guardia Civil” adquirió tales proporciones que un terrateniente montijano les dijo: “vais a quedar el pueblo sin obreros para trabajar la tierra”.

Fernando, Rafa y Pedro rememoran al alimón aquellos meses. “Allí nos encontramos de todo. Dientes, relojes de cadena, peines de las mujeres contra las liendres, hebillas, las gafas de Santiago Cea… Y un día, empezaron a chorrear los “duros de amadeo”. Uno de los republicanos fusilados había escondido de los fascistas las cuatro monedas…”. Todo aquel material, que se guardaba en el ayuntamiento, desapareció misteriosamente a los pocos días. Y además del robo, proliferaron las amenazas, que pretendían evitar que se consumara la exhumación y el homenaje. Juan Carlos Molano, alcalde del PCE, recibió varios escritos anónimos, depositados en su casa, amenazándole con seguir la misma suerte si seguía empeñado en remover la historia. Bartolomé del Viejo y otros concejales recibieron advertencias del mismo tenor. Pero, pese a todas las intimidaciones, el 4 de enero de 1981, en un acto sencillo y emocionante, los restos son trasladados a un Panteón Colectivo, bajo una frase que resume con precisión el heroísmo de las víctimas: “Vivieron y murieron con dignidad entregados a sus ideales”.

El 8 de marzo, quince días después del golpe de estado de Tejero, Armada y demás bribones, es Villarta de los Montes quien entierra a sus muertos. La ignominia de los fusilamientos se había prolongado en Villarta hasta octubre de 1941. Fue entonces cuando mataron a Manolo Chaves, que había cometido el gran delito de ser hermano de uno de los guerrilleros de la sierra: “Quisieron hacer un escarmiento con él y dieron un bando obligando a todos los vecinos, sin la menor excusa ni pretexto, a presenciar su muerte. Todos vimos como con las manos atadas a la espalda uno de los caciques le ordenaba a gritos: -¡Echa a andar que te vas a Rusia!» (Eduardo de Guzmán). Cuarenta años después, una impresionante manifestación de duelo recorría los dos kilómetros que separan la fosa común del cementerio municipal, trasladando los restos humanos de 23 fusilados republicanos.

Juan Carlos Molano, alcalde del PCE, recibió varios escritos anónimos, depositados en su casa, amenazándole con seguir la misma suerte si seguía empeñado en remover la historia.

El golpe del 23 de febrero de 1981 lo cambió todo, también para el naciente movimiento de la memoria histórica. A pesar de la apariencia de fracaso, la intentona militar cumplía sus objetivos. La transición, tutelada desde los cuarteles ya en su origen, se cerraba sin tocar las columnas fundamentales del poder militar, policial, judicial o económico. La estafa se completaría en los años siguientes. Como le gusta decir a Julio Anguita “el poder del franquismo pasó la orilla del Jordán, se hizo demócrata, pero continúo mandando”. El ingreso en la OTAN –primero, no se olvide- y en el Mercado Común acababa por “normalizar” la situación: ya somos una democracia homologable a las europeas, nos repiten machaconamente. Pronto llegarán los tiempos felices del neoliberalismo y de la “beautiful people”. Y la memoria pasará a convertirse en un lastre del que hay que deshacerse.

Todo está latiendo en la memoria

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble cabellera

y desamordazarte y regresarte. 

(Miguel Hernández, Elegía a Ramón Sijé)

El impulso embrionario de la Transición se ralentiza hasta prácticamente desaparecer. En 1985, en Plasencia, se lleva adelante la última de las exhumaciones del período y habrá que esperar casi dos décadas para que un nuevo movimiento recoja el testigo de la memoria histórica en Extremadura. Por toda España han ido surgiendo, durante esos años, colectivos e iniciativas similares, como el Foro por la Memoria, AGE o la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. En octubre de 2000, tras la exhumación en Priaranza del Bierzo (León), se inicia “un segundo ciclo, mucho más mediático que el anterior y con un impacto social mucho mayor” (Paloma Aguilar). En Extremadura no será hasta el verano de 2003 cuando se vuelva a abrir una fosa común, en esta ocasión, una mina ubicada en la comarca de San Vicente de Alcántara-Alburquerque.

En 1985, en Plasencia, se lleva adelante la última de las exhumaciones del período y habrá que esperar casi dos décadas para que un nuevo movimiento recoja el testigo de la memoria histórica en Extremadura.

El pueblo de Extremadura estuvo durante la Transición en la vanguardia del movimiento de la memoria histórica en toda España. Junto a Navarra es en estas tierras donde se produce el proceso de exhumaciones más potente. Y, sin embargo, este hecho es desconocido para la inmensa mayoría de la población, dentro y fuera de la región. ¿Cómo se explica este olvido, cómo es posible que prácticamente nadie reivindique aquel movimiento popular?

Quizás tendríamos que buscar las respuestas en lo ocurrido en Extremadura y en España durante las últimas décadas. “Cuando la gente pudo por fin hablar y saber, se impuso desde arriba el gran pacto de silencio y olvido. La memoria de los vencidos no existía, no debía existir para que la Transición siguiera su curso”, escribió Francisco Espinosa, el historiador que en mi opinión ha investigado de un modo más riguroso, tenaz y comprometido la represión franquista.

  

El olvido necesita de la existencia y concurrencia de olvidadores y de olvidadizos. Al miedo inducido de la transición, y a la anomalía histórica de que en España la derecha no haya roto con el cordón umbilical del franquismo, se suma el olvido institucional. Cuando perdió las elecciones generales en 1996, el PSOE llevaba gobernando ininterrumpidamente 16 años en España y, en Extremadura, lleva gobernando desde 1983 con la sola excepción de la legislatura de Monago (2011-2015). El olvido se ha ido espesando y consolidando durante todo ese tiempo. En 1986, coincidiendo con el 50 aniversario del inicio de la guerra civil, “el gobierno socialista, con exquisita equidistancia, aprovechaba fechas tan simbólicas para recordar al mismo tiempo a los que lucharon por la democracia y a quienes acabaron con ella”, nos recuerda Espinosa. Y al año siguiente la Iglesia española y el Vaticano, en lugar de pedir perdón por su complicidad con la barbarie del fascismo –como le requerían muchos párrocos de Navarra- y mostrar su solidaridad con las decenas de miles de represaliados republicanos diseminados por las cunetas, comenzaba la beatificación de sus mártires. No hay que remover el pasado, nos dicen, pero a los suyos bien que los quieren santificar.

El olvido requiere también de historiadores cortesanos, de “peritos en legitimación”. Santos Juliá, uno de los intelectuales orgánicos del poder, publicaba en El País el 21 de julio de 1996 un significativo artículo al que titulaba de un modo definitorio: Saturados de memoria.

El olvido requiere también de historiadores cortesanos, de “peritos en legitimación”. Santos Juliá, uno de los intelectuales orgánicos del poder, publicaba en El País el 21 de julio de 1996 un significativo artículo al que titulaba de un modo definitorio: Saturados de memoria. Pero el habitualmente sagaz Santos Juliá no se percató de que los tiempos estaban cambiando. La memoria resurgía de la mano de los nietos y biznietos de las víctimas. Y, al tiempo, en el PSOE se producía un giro radical en su política: ya había llegado el momento de “mirar atrás”. Rafael Chirbes lo expresó con valentía: “Gracias a una ágil pirueta, la nueva socialdemocracia no es heredera de su propia práctica (que incluye a Vera, Roldán, los Gal, las comisiones ilegales, el pelotazo y el desprecio a cualquier forma de memoria e izquierdismo), sino de la Segunda República y de la Guerra Civil”.

A pesar de la apariencia, la reivindicación de la memoria histórica está muy lejos de haberse normalizado. Este año, coincidiendo con el 40 aniversario de las primeras exhumaciones en Casas de Don Pedro, la Asociación Cultural Estrébede, un colectivo de la localidad, y la Asociación Memorial del Campo de Concentración de Castuera (AMECADEC) han intentado infructuosamente que se realizara algún tipo de reconocimiento a las personas que protagonizaron aquella “acción prístina de memoria democrática”, entre ellas a Felisa Casatejada. Como explica Roberto Carlos Fernández, miembro de Estrébede, el acto no era posible realizarlo en Casas de Don Pedro, debido al miedo de los familiares: “Felisa aún tiene grabado a fuego no solo la represión a sus hermanos, sino también las amenazas del tardofranquismo”. Lo sorprendente es que cuando AMECADEC propuso a la presidenta de la Asamblea de Extremadura realizar un pequeño acto de reconocimiento en el parlamento de Extremadura -acto al que Felisa y la familia sí daban el beneplácito- fue el PSOE quien se opuso a ello. Ayer no se podía hablar de la represión franquista y hoy se sigue sin poder hacerse sobre los crímenes y los miedos de la Transición.

Todo está guardado en la memoria, cantó León Gieco. Hace falta honrar a los luchadores republicanos y antifranquistas, desbordar los límites tramposos de la Transición, reivindicar el 78 de los de abajo, impulsar la autonomía de los movimientos populares de la memoria. El huevo de la serpiente es una expresión que se popularizó en los años 80 para identificar el origen del fascismo. Provenía de una película de Ingmar Bergman. “Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente. A través de la fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado”.  El neofascismo rampante de nuestros días nace y crece en el olvido.

*Este artículo quiere ser un homenaje a todas las personas que murieron luchando contra el fascismo y a todos los que lucharon en la transición por su memoria. Doy las gracias a todas las personas que han prestado su colaboración o testimonio, y, entre ellas, a Cecilia y Santiago Mijarra, Roberto Carlos Fernández y Jesús Sánchez, de Casas de Don Pedro; a Rafa y Fernando Cruz, Pedro Sánchez y Chema Álvarez, de Montijo; a Luis Valor, de Valle de la Serena; a Aureliano Ruíz, de Villarta de los Montes; y a Guillermo León, de AMECADEC. El escrito ha tomado como referencia fundamentalmente los artículos y libros de Paloma Aguilar, Guillermo León, Fernando Barrero, Laura Muñoz y Francisco Espinosa.



lunes, 7 de febrero de 2022

Una Larga Marcha.

 

HOY HE TENIDO LA SUERTE DE ENCONTRARME CON ESTE PEAZO DE ARTÍCULO.

Es  una de las muchas historias que escuchas y casi no das crédito a ella. Por fin y poco a poco van saliendo a la luz, se confirman. 

Este artículo está publicado en la Web CONVERSACIONES SOBRE LA HISTORIA. está expuesto por Antonio López. Licenciado en Historia y autor del libro sobre el campo de concentración de Castuera. Titulado, CRUZ, BANDERA Y CAUDILLO


 Antonio López
Licenciado en historia

En el año 1946 la Oficina Informativa Española publicó un libro propagandístico titulado Cárceles españolas. Precisamente era el momento en el que la Dictadura de Franco atravesaba un periodo crítico con la condena internacional al franquismo. Así, la publicación respondía a un intento del régimen, cara al exterior, de rebatir la información que se estaba difundiendo por Europa acerca de la situación de las cárceles y el tratamiento que se le daba a los presos políticos, incluidos aún a los de la guerra. Dentro del mencionado libro propagandístico existe una alusión de repulsa al sistema de campos de concentración expresada en estos términos: «Franco huyó, en cuanto pudo, al pie de su victoria de mantener campos de concentración«, institución que él aborrece como español entero y verdadero que es»[1].  Un año después de la publicación de Cárceles españolas se cerró el campo de concentración de Miranda de Ebro, el último en funcionamiento del sistema de campos de concentración franquista.

Ese interés por ocultar la existencia de los campos orquestada por el régimen franquista funcionó en su momento, e incluso se prolongó hasta el actual periodo democrático, ya que hasta la publicación de Cautivos, del historiador Javier Rodrigo[2], no hubo un trabajo, además en este caso proveniente del ámbito académico, que perfilara por completo lo que fue el sistema de campos de concentración franquista en España. Como el propio Javier Rodrigo expone, la apertura de algunos fondos archivísticos a finales de los años 90 del pasado siglo permitieron a los investigadores acceder a parte de la información sobre el funcionamiento y el número de prisioneros de los campos de concentración[3].

Pese a que el dictador aborreciera los campos, el sistema que de ellos él mismo fraguó fue fundamental en su estrategia represiva y uno de los pilares en los que se sostuvo la victoria final sobre la República. Los campos surgieron desde los primeros pasos del golpe de Estado, por ejemplo uno de los pioneros  fue el de El Mogote (cerca de Tetuán)[4]. El fracaso del golpe y la deriva hacia una guerra larga, la vía elegida por Franco, consolidó a los campos de concentración como el instrumento perfecto tanto para los objetivos rebeldes de «limpieza» ideológica como de ayuda al esfuerzo de guerra. Los pasos que desde el cuartel general del generalísimo se dieron para su regulación pasaron por el derecho al trabajo «a los prisioneros y presos políticos»[5], lo que sería la utilización del trabajo forzado de los prisioneros, y finalizaron con la creación de una comisión encargada de organizar los campos, asumiendo la responsabilidad la Inspección de Campos de concentración (IPCC) desde julio de 1937 (Orden de 5 de julio de 1937, BOE 258). Entre las instrucciones ordenadas desde el cuartel general del generalísimo se definieron las tres principales funciones del sistema de campos: clasificación, represión y reeducación. Los campos se constituyeron en el primer escalón dentro del entramado represivo franquista, caracterizándose por su carácter prejudicial y por tanto extrajudicial[6].

En total el número de campos de concentración alcanzaría en España la cifra de 188, de los que 104 tuvieron un carácter estable, y por los que pasaron más de medio millón de prisioneros[7]. En Extremadura el número de campos que estuvo funcionando durante la guerra e inmediata postguerra sería de  diecisiete[8]. Una cifra que es necesario ajustar a la propia cronología de la guerra. Por ejemplo, al final de la guerra fue una de esas fases en las que se crearon campos provisionales dada la masa de prisioneros que se concentró a pie de trinchera.

Precisamente, el campo de concentración de Castuera inició su funcionamiento en esos momentos de final de la guerra. Así, y ante la inminencia de la derrota republicana, los mandos militares franquistas planificaron el destino de la masa de prisioneros que iba a caer en su poder. El 4 de marzo de 1939, y desde el estado mayor del ejército del sur, se ordenó situar en Castuera una comisión de clasificación de prisioneros adscrita al II Cuerpo de ejército[9], señalando por tanto la creación de un campo de concentración en dicha localidad. A mediados de marzo de 1939 ya estaban asignados y trabajando en el paraje de «La Verilleja», a escasos tres kilómetros de Castuera, dos batallones de trabajadores de prisioneros republicanos construyendo lo que serían las instalaciones del campo. Se convirtió en el único campo de concentración construido para tal fin en Extremadura, la práctica habitual era utilizar plazas de toros, antiguos conventos, cuarteles e incluso cortijos. Una excepcionalidad que fue en consonancia con la especial función represiva que desempeñó en los meses que siguieron al final oficial de la Guerra. Pero quizá uno de los indicadores más explícitos del protagonismo de dicha función represora planificada para Castuera fueron los nombramientos de sus primeros jefes de campo. Los indicios apuntan a que el primer responsable del campo, considerando también la importancia dada por los mandos militares a las labores de clasificación y represión, recayó en Manuel Carracedo Blázquez. Éste estaba adscrito, con las fuerzas del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) a sus órdenes, al Cuerpo de Ejército Marroquí desde el 24 de marzo de 1939 y, precisamente, a partir del 1 de abril de 1939 fue cambiado de destino siendo nombrado para el Cuerpo de ejército de Extremadura, el anteriormente nombrado II Cuerpo de ejército[10].  Aunque en su historial su paso por Castuera no aparece, su propio testimonio corrobora su actuación al frente del Campo de Castuera: «…y entonces el jefe de la División le designó a él como Jefe del Campo de concentración, a mi que diera las instrucciones de organización y trámite para aligerar en lo posible la existencia de tanto personal allí que originaba, claro, dificultades«[11]. El segundo nombramiento como jefe de campo fue el de Ernesto Navarrete Arcal, concretamente asumiría el cargo el día 20 de abril de 1939[12]. Su historial represivo, investigado a escala local y provincial[13], avalaría para los mandos militares la decisión de ser destinado a Castuera. Unido a estos nombramientos hubo un cambio sustancial para aligerar la ingente cantidad de prisioneros, que podría explicar las «ejecuciones» realizadas en el campo de Castuera obviando la instrucción de consejos de guerra sumarísimos de urgencia, y que estaría relacionado directamente con el cambio que se produjo en el interior de los campos de concentración donde se constituyeron tribunales militares que abrirían causas judiciales a los detenidos, yendo más allá de las funciones que desempeñaban las comisiones clasificatorias[14].

Se ha hecho alusión del borrado de la presencia y actuación en Castuera de Carracedo en su historial. Precisamente, la ocultación es una de las características principales de la represión que fue ejercida sobre la masa de detenidos del Campo de Castuera, y sin duda, el listado provisional de los «desaparecidos» del Campo de Castuera sigue siendo una consecuencia directa[15]. Paul Preston ya señaló cómo los rebeldes tras lo ocurrido en Badajoz tomaron conciencia de la importancia de poner en sombra toda su labor de eliminación expeditiva de los enemigos políticos[16]. Y en el caso del campo de Castuera la ocultación se llevó a cabo durante el periodo de tiempo en el que se realizaron los asesinatos y se prolongó  con posterioridad ya que la documentación generada, y que se produjo desde las oficinas del campo, está desaparecida. Una desaparición que fue deliberada y se llevaría a cabo en el momento en el que el campo fue convertido en Prisión Central en octubre de 1939. Las declaraciones del primer jefe de la Prisión Central de Castuera exponía la situación en la que estaba el Campo cuando llegó: «…no existía ningún servicio burocrático acomodado a las peculiares normas de un establecimiento penitenciario y que ni siquiera estaban clasificados los reclusos, por lo que se ignoraba cuales eran penados, preventivos, prisioneros de guerra y autoridades a disposición de las cuales se encontraban»[17].

La ocultación deliberada de la represión franquista ha supuesto que la utilización de los testimonios orales sean fundamentales para su conocimiento y estudio. Así, testimonios como el de Albino Garrido han servido para aproximarnos a lo que ocurrió en el recinto alambrado que se ubicó a pocos kilómetros de Castuera. Además, seguir su biografía supone ir desgranado las principales características y funciones del Campo de Castuera.

Albino Garrido

Cuando terminó la Guerra Albino estaba encuadrado en la 41 División republicana con base en Herrera del Duque. Tras entregarse su unidad fueron recluidos en uno de los campos de concentración provisionales que se establecieron en las inmediaciones del frente. Albino fue a parar al que se instaló en las cercanías del «Palacio de Cíjara». Éste fue uno de los que figuran en el listado de campos que organizó la 19 División junto con los de Fuenlabrada de los Montes, Siruela y Zaldivar (Casas de Don Pedro). Tras una primera clasificación, y sucesivos interrogatorios por los servicios de información, Albino y todos los prisioneros del campo provisional fueron trasladados a Castuera a principios de mayo de 1939. Así, los prisioneros capturados en los campos establecidos en La Siberia extremeña habían pasado de depender del ejército del centro al del sur[18]. Ya en el campo de Castuera el proceso de clasificación lo llevó al barracón de los incomunicados. Como indicaban las órdenes de clasificación, a dichos barracones ingresaban los que habían sido oficiales o comisarios del ejército republicano o que hubieran tenido cargos institucionales. También fueron recluidos en dicho barracón civiles, principalmente dirigentes de partidos y sindicatos del Frente Popular. Valga recordar que alcaldes como el de Zafra, José González Barrero, o el de Campanario, Antonio Gallardo Ayuso, fueron asesinados durante su estancia en dicho campo. Albino expone con detalle cómo vivían dentro del barracón de incomunicados y cómo fueron los instantes que precedían a la ejecución de madrugada de los detenidos. En su caso, el cambio en la jefatura del campo, al ser relevado Ernesto Navarrete por el capitán Antonio Valverde fue el motivo de no acabar fusilado. La lucidez de su relato ha proporcionado datos que concuerdan con otros testimonios recogidos en el momento, como el papel del médico Vázquez y que a pesar de ser prisionero colaboró con los servicios de información, señalando a los prisioneros que posteriormente eran destinados a los barracones de incomunicados y a una ejecución segura. Las exhumaciones llevadas a cabo en las fosas halladas en el cementerio de Castuera, promovidas por la Asociación Memorial campo de Concentración de Castuera y financiadas en los años 2011 y 2012 por el Ministerio de la Presidencia, corroboraron materialmente testimonios como el de Albino Garrido[19].

Su relato nos ha ayudado a conocer aspectos de la vida cotidiana dentro del campo, de las relaciones que se establecieron entre los prisioneros e incluso su memoria nos ha servido para completar historias muy concretas como la del vecino de Almendralejo Isaías Carrillo Sosa. Y es que pese a la ocultación premeditada de los asesinatos en ocasiones su propia burocracia procesal nos ha ayudado a esclarecer casos como el de Isaías Carrillo. Cuando un juez militar inició la instrucción de su causa averiguó que el Campo de concentración de Castuera ya no existía, que ya era Prisión Central y que para esas fechas de enero de 1940 nada sabían de lo que había pasado con la documentación del extinguido campo. Interrogados algunos ex-prisioneros acerca de lo ocurrido con Isaías Carrillo declararon lo que presenciaron, «que al asomarse este último a una ventana del barracón fue herido o muerto…por el centinela de guardia«[20].

La fuga de Albino Garrido nos señala la situación desesperada en la que se encontraban los detenidos en el espacio del campo de concentración, convertido nominalmente desde finales de octubre de 1939 en Prisión Central. El descontrol en la administración de los allí detenidos, la falta de alimentos y el incremento de enfermedades propiciaron que las fugas aumentaran durante el mes de enero y febrero de 1940. De manera paralela creció el número de prisioneros fallecidos por enfermedades carcelarias. Estos hechos provocaron la apertura de una investigación por un juez civil de Llerena que personado en las instalaciones del antiguo campo descubrió una red de corrupción donde estaban implicados el director de la prisión provincial de Badajoz, los directores de las prisiones habilitadas de Herrera del Duque y Puebla de Alcocer, y el de la Prisión Central de Castuera. El delito consistió en desviar y repartirse para su beneficio particular los fondos destinados al rancho en caliente para los presos[21].

Pero no todas las fugas fueron exitosas como la de Albino y sus compañeros. Recientemente hemos descubierto un asesinato de un prisionero que escapó unas semanas después del grupo de Albino. Se llamaba Víctor Gutiérrez y fue interceptado y asesinado en el acto por la guardia civil en Luciana, Ciudad Real[22]. Apuntamos este dato para mostrar que la historia del Campo de concentración de Castuera, como muchos otros aspectos de la represión franquista, es una investigación abierta. Como inconclusas, también para muchas familias que siguen a la espera, se mantienen las biografías  de cientos de detenidos cuya última referencia vital fue su estancia en el campo de concentración de Castuera.

Memorial dedicado a las víctimas del franquismo en Castuera (foto: web del Ayuntameinto)

 


 

En las líneas anteriores Antonio López Rodríguez ha esbozado el cuadro represivo que las autoridades franquistas dibujaron a medida que iban sometiendo las zonas que caían en sus manos y que culminó con el final de la guerra. Fue en ese final trágico cuando mi padre y miles de camaradas, que estaban luchando desde el principio, tuvieron que entregarse. Mi padre dejó constancia de ello en un libro que primero salió en Francia y, al año siguiente, en el 2013, fue publicado, en España, por la editorial Milenio: https://www.edmilenio.com/esp/una-larga-marcha.html

Aquí se pueden descargar los dos capítulos en los que se basa la publicación

“Una larga marcha – De la represión franquista a los campos de refugiados en Francia”. La primera parte del título alude a la larga caminata que mi padre y sus compañeros emprendieron tras su fuga del campo de concentración de Castuera para conseguir llegar a Francia. A continuación podrán leer una selección de pasajes de los dos capítulos del libro . El primero, relacionado con su estancia de más de ocho meses en el campo de concentración; después los extractos del capítulo que relata esa larga y peligrosa andanza que permitió a cuatro de los fugados cruzar la frontera y poner a salvo sus vidas. Desgraciadamente dos compañeros no lo consiguieron al ser detenidos por los guardias civiles y somatenes que iban detrás de ellos.

Luis Garrido Orozco

 

 

El campo de concentración de Castuera

El 1 de mayo de 1939, no se me olvidaba porque ese es el día de la fiesta del trabajo, nos metieron en el campo de concentración de Castuera. No recuerdo en qué condiciones nos llevaron hasta allí, supongo que iríamos en camiones. En el campo del pantano de Cijara, estábamos en campo abierto; en Castuera, el espacio sí estaba acondicionado para recluir prisioneros. El recinto quedaba delimitado por un foso y dos líneas de alambres de espinos. Aproximadamente a una distancia de cuarenta metros unas de otras, se hallaban las garitas de los soldados que, por el exterior, custodiaban el campo. En el interior del recinto se encontraban nuestros «alojamientos», barracas de madera con techumbre de uralita. Había un total de ochenta, organizadas en hileras de diez. Encabezando las filas de barracas, se hallaban unos depósitos de agua.

Al poco tiempo de llegar, obligados por las autoridades del campo, tuvimos que cumplimentar un impreso.  En ese documento teníamos que indicar varios datos: nombre y apellidos, localidades en las que habíamos residido desde octubre del 1934, en qué condiciones nos habíamos incorporado al ejército «rojo», en qué unidades habíamos servido desde el principio de la guerra… En esas circunstancias, rellené los formularios de dos camaradas, Lucio Martínez Bravo y Calixto Bonilla Marrupe, que conocí ese mismo día. Lucio y Calixto eran naturales de Castilblanco, un pueblo de la provincia de Badajoz. Me acuerdo bien de Calixto, un hombre con bigote fino, muy abierto y simpático que debía tener alrededor de treinta años. Según me comentaron ellos, fueron apresados en el sur de la provincia de Toledo. Pertenecían a una compañía de ametralladoras. Les propuse incluir un destino, digamos, menos expuesto, y, con su beneplácito, escribí que eran camilleros.

Foto aérea de la zona del campo de concentración – vuelo americano 1956

La barraca número ochenta estaba destinada a los incomunicados. Los barracones se dividían en varias calles y estaban separados por una gran plaza central donde, colocada en una peana de piedra, se erguía una cruz muy grande, la cruz de los caídos. Dentro de la retorica franquista, los caídos eran, como bien se sabe, los que cayeron por Dios y por la patria. Desde el principio, la Iglesia tomó partido por Franco y por los golpistas. Para ellos, la guerra fue una Santa Cruzada. Esa cruz era el símbolo de la potencia de la Iglesia y de su complicidad con los rebeldes que echaron abajo a la República. Frente a ella, cada preso republicano tenía que expiar sus pecados. Todos los días, bajo el control de nuestros guardianes, formábamos en la plaza y, haciendo el saludo fascista con el brazo alzado, teníamos que cantar el Cara al sol, que era el himno de Falange. Esa era la humillación que se nos imponía a diario.

……………..

Un día, estábamos sentados delante de nuestra barraca cuando vimos pasar a unos hombres que se llevaban un cadáver envuelto en una manta. Reconocimos la manta, pues pertenecía a un muchacho natural de Almendralejo, en la provincia de Badajoz, que se llamaba Isaías Carrillo Sosa. Antes de haber sido trasladado a la barraca n° 80, la de los incomunicados, Isaías había estado con nosotros en el mismo barracón. Por ese motivo reconocimos su manta. Cuando algunos días más tarde nuestro grupo fue a engrosar las filas de los incomunicados, nos enteramos de las condiciones en que Isaías había sido asesinado: estaba matándose los piojos cerca de la ventana de la barraca y, desde el exterior, un falangista le disparó y lo mató. Los mismos falangistas nos dijeron que al que asesinó a Isaías ¡le habían dado un permiso de cuarenta y ocho horas!

Capitán de la Guardia Civil Ernesto Navarrete Alcal – Primer comandante del campo de concentración

Como ya he dicho, cierto día, nos trasladaron a unos camaradas, entre los que se encontraba el grupo de Castilblanco, y a mí  a la barraca número 80, la de los incomunicados, que era la antesala de la muerte. Disponíamos de tan poco espacio como en los demás barracones. Dormíamos en el suelo. En la cabecera de nuestra «cama», un clavo, y enganchada al clavo, una lata. En esa lata hacíamos nuestras necesidades. Una vez al día los falangistas nos sacaban a todos juntos para que fuésemos a vaciar nuestro puchero a las letrinas. Enseguida nos metían de nuevo al barracón y volvíamos a colgar nuestra lata. Yo tomé por costumbre, en nuestro «hotel» número 80, andar de una punta a otra por la hilera central de la barraca. Era la única posibilidad de hacer ejercicio físico que nos quedaba. Y esa costumbre de caminar de un lado a otro, cortas distancias, la he mantenido muchos años.

Capitán Manuel Carracedo Blázquez – Responsable de la clasificación de los prisioneros

El 7 de junio recibí una carta de mi madre. A media tarde, en doble hilera, los falangistas se presentaron delante de la barraca. Tenían una lista de más o menos cuarenta prisioneros, y yo estaba en ella. No dudaba de lo que suponía esa selección. En un movimiento reflejo, tiré por la ventana las treinta y cinco pesetas que, a duras penas, mi madre había conseguido mandarme. Pude recuperar ese dinero unos días más tarde pues, Isaías, un camarada de la 41 división, encontró las pesetas y me las entregó. Nos condujeron a una barraca más pequeña situada cerca de la salida del campo. Una vez dentro, clavaron puertas y ventanas.

Permanecimos dos o tres días en esa situación, viviendo horas angustiosas. Desconocíamos cuándo vendrían a por nosotros para llevarnos a lo que sí sabíamos que sería nuestro último viaje. Cada día que duró ese calvario, un médico militar, un teniente que se llamaba Vázquez y, si bien recuerdo, era oriundo de Valladolid, venía a pasar lista en la barraca. Conocíamos a ese teniente pues, en los primeros días de nuestra estancia en Castuera, había estado en la misma barraca que nosotros. Poco más tarde, seguramente porque pudo obtener avales por parte de familiares afectos al régimen, fue trasladado a las oficinas del campo de concentración. De ese modo, ayudaba a las autoridades del campo, como también lo hizo un veterinario de Fuenlabrada de los Montes que conocimos en semejantes circunstancias. Le preguntábamos a Vázquez por qué nos habían metido en ese barracón. Él nos contestaba que no sabía, que pensaba que iban a destinarnos a otra cárcel. Nosotros estábamos seguros de que no nos decía la verdad, y que sabía muy bien cuál era nuestro destino. Algunos camaradas escondieron láminas de navajas de afeitar al nivel de la cintura. Con ellas pretendían cortar las ligaduras, pues sabíamos que los franquistas tenían por costumbre atar los brazos y las manos de los que iban a fusilar. Era una espera angustiosa, durísima. Los pensamientos de unos y otros se centraban en sus seres queridos. Los que habían contraído matrimonio pensarían en sus mujeres y en sus hijos. Yo tenía muy presente en la mente a mi familia. A mi padre encarcelado en Ávila. A mi madre, a quien llevaba tres años sin ver. A mis tres hermanas y a mi hermano, Félix, que solo tenía cuatro años y que apenas andaba cuando, el 6 de agosto de 1936, salí de casa para unirme a la columna Mangada. Los cinco estaban aislados en nuestro pueblecito, y cada día expuestos a la ira de los vencedores porque éramos una familia de «rojos». Fueron momentos muy difíciles.

Francisco Sayabera Haba – Uno de los muchos que fueron asesinados en Castuera

Una mañana, cuando llevábamos dos o tres días encerrados, un capitán que iba acompañado de soldados se presentó ante nosotros y nos dijo, aproximadamente, lo siguiente: «Soy el nuevo comandante del campo. Mi misión es llevar ante los tribunales militares a los prisioneros de este campo que tengan que responder por los actos que han cometido. Si se les condena, tendrán que cumplir sus penas. Los que no sean condenados, volverán a sus hogares». A partir de entonces, para nosotros, se acabó aquella pesadilla pues nos metieron de nuevo en los otros barracones. Ese hombre, ese capitán que tomó el mando del campo de un modo tan oportuno para nosotros, se opuso a que fuésemos asesinados sin juicio alguno como, desgraciadamente, tantos lo habían sido hasta aquel día, jamás, jamás en mi vida olvidare su nombre: ¡Antonio Valverde!

……………..

Cuando decidimos fugarnos, desde el principio tuvimos la intención de irnos a Francia. Estábamos en pleno invierno, sabíamos que la travesía seria larga y difícil, y que el peligro siempre estaría presente. A pesar de eso, ninguno dudó en hacerlo, salvo un capitán de la 66 Brigada Mixta, abulense como yo, era de Arenas de San Pedro, que se negó a acompañarnos. Él pensaba que no podríamos superar las dificultades que se presentaran a lo largo de nuestro camino hacia la libertad. No obstante, nos prestó un libro de geografía que nos fue muy útil pues, con la ayuda de los pequeños mapas que llevaba, pudimos trazar un itinerario y orientarnos por las zonas desconocidas que íbamos a tener que recorrer.

La fuga del campo de concentración de Castuera

Nos escapamos al anochecer del 4 de enero de 1940. Cruzamos sin dificultad la primera hilera de alambres de espino, el foso y la alambrada exterior. Éramos seis camaradas firmemente dispuestos a lograr una huida exitosa a pesar de ser conscientes de la cantidad de kilómetros que, en pleno invierno, íbamos a tener que recorrer por zonas totalmente desconocidas hasta conseguir llegar a Francia. Los cinco camaradas que me acompañaban en tan arriesgada aventura eran todos extremeños, de la provincia de Badajoz. Miguel Fernández Talán, de Villarta de los Montes; Silverio Naveso Marrupe, de Castilblanco; Fulgencio Morcillo Pulido, de Guareña, José María Trinidad, también de Badajoz, pero no recuerdo de qué pueblo. Del quinto, no recuerdo su nombre y apellidos, ni de dónde era natural. Fue ese camarada el que cayó en una trampa de la Guardia Civil, que seguramente le asesinó, cuando ya íbamos por la región de los Montes Universales.

Para evitar ser vistos por los guardias, que dentro de sus garitas custodiaban la periferia del campo de concentración, José María tenía la intención de cargarse a un centinela, y para eso disponía de un cuchillo que él mismo había hecho. Le convencimos de que renunciase a su proyecto y, arrastrándonos como culebras, conseguimos pasar entre dos garitas sin que, al parecer, nadie nos viera. Muchas veces he pensado cómo fue posible que seis hombres, como éramos, pudiesen pasar desapercibidos. ¿Es que los centinelas estaban dormidos? Esos centinelas, que eran simples soldados, ¿podían habernos visto pero por simpatía pro-republicana no dieron la alerta? Nunca sabremos lo que pasó.

Después de haber cruzado la línea de las garitas, seguimos arrastrándonos, y al cabo de unas decenas de metros nos incorporamos un poco para continuar el desplazamiento a cuatro patas en dirección a la vía del tren. Por fin, nos levantamos del todo y emprendimos una marcha rápida camino a Cabeza del Buey. Un macuto y una manta, que llevábamos cada uno de nosotros, era el único equipaje del que disponíamos.

Telegrama notificando la fuga de Albino y sus camaradas – En realidad la fecha es del 10/01/1940

……………..

Habían pasado tres o cuatro días desde que Miguel fue a visitar a su esposa y a sus hijos en Agudo. Una noche, al atravesar el cauce de un río pequeño, nos dimos cuenta de que no estaba con nosotros. Cuando nos desplazábamos, siempre amparados por la oscuridad, caminábamos uno tras otro. Y para que nuestra marcha fuera más provechosa, el que mejor andaba encabezaba la fila. Así, si uno se encontraba en dificultad, avisaba al que iba delante y las cosas se normalizaban. Miguel, al ser el mayor, a menudo iba el último. Eso explica cómo pudo apartarse de nosotros sin decir nada. Estuvimos buscándole y llamándole algún tiempo sin resultado. Por eso, nos pusimos todos de acuerdo para seguir sin él. Siempre he pensado que Miguel, cuando regresó de su casa, ya había tomado la decisión de abandonar la fuga y volver con su familia. Se ve que no se atrevió a decírnoslo temiendo que nos opusiéramos a ello, y unos días más tarde, simplemente, nos abandonó.

Parte del informe establecido por el sargento de la Guardia civil tras la detención de Miguel Fernández Talán

……………..

Más allá de Los Yébenes, tomamos dirección a Consuegra, Madridejos y Mora. Por esa zona, se produce el excelente queso manchego. El día 4 de febrero, víspera de mi cumpleaños, iba a cumplir veintiuno, lo pasamos escondidos en un olivar bajo una lluvia que no dejaba de caer. Teníamos apetito, nuestros estómagos estaban vacíos. De vez en cuando, para engañar el hambre, comíamos alguna aceituna. Cuando están maduras son buenas, verdes es muy difícil tragarlas, pero no teníamos otro remedio.

Desde nuestro escondite en el olivar veíamos al otro lado de río Algodor, afluente del Tajo, unas chozas de pastores y, no muy lejos de estas, un cercado con ovejas. Eran chozas de forma circular con un techo puntiagudo, seguramente realizado con cañas de las que se encuentran en las riberas.

Ya llevábamos un mes andando y, a vuelo de pájaro, solo habíamos adelantado unos doscientos kilómetros. En realidad habíamos recorrido una distancia mucho más grande. Y eso se comprende porque siempre andábamos de noche y fuimos la mayor parte del tiempo por zonas desconocidas. Si el tiempo estaba despejado, la estrella polar nos indicaba la dirección del norte hacia donde teníamos que ir. Cuando el cielo estaba cubierto, a campo través y con pocas posibilidades para orientarnos, es posible que, a veces, incluso camináramos en dirección contraria. A pesar de eso, en general, nuestra orientación no fue muy mala. Ya he hablado de aquel libro de geografía que nos dejó mi camarada de la 66 brigada preso con nosotros en el campo de concentración de Castuera. Ese libro incluía mapas pequeños de cada zona de España. De ese modo podíamos anticipar algo con arreglo a nuestra progresión. De forma regular establecía yo los itinerarios que cada uno de nosotros llevaba con él.

Estamos, pues, a 4 de febrero. El agua ha caído todo el día y nos ha empapado hasta la médula. Tenemos frío. Tenemos hambre. Al caer la noche emprendemos de nuevo la marcha. Caminamos con la intención de acercarnos a las chozas de los pastores que hemos visto, a unos dos kilómetros, al otro lado del río Algodor. Se puede cruzar el río por un puente. Nos acercamos con mucha cautela. Y vemos que, al lado del puente, en una casucha, hay una pareja de guardias civiles. Es posible que estén allí para vigilar ese paso o unos depósitos de agua situados no muy lejos, que quizás abastecieran Mora. No sabíamos lo que vigilaban pero nosotros los vigilábamos a ellos, observando cada uno de sus movimientos. De vez en cuando, con cierta regularidad, salían, daban unos pasos, miraban a derecha y a izquierda, y volvían a meterse en la casa. Nos acercamos un poco más al puente y, a la primera ocasión, entre dos salidas de los civiles, atravesamos rápidamente el río. Al otro lado, a pocos pasos, nos cruzamos con un grupo de campesinos que, terminada la jornada de trabajo, volvían a sus hogares. Al cabo de unos minutos, llegamos a las chozas. Nuestro propósito es secarnos e intentar procurarnos un poco de comida. Los pastores y sus familias nos acogen sin dificultad y nos ofrecen cenar con ellos. Recuerdo que nos dieron una sopa de fideos con garbanzos que, además de calentarnos el cuerpo, apaciguó un poco nuestra hambre. Les explicamos cuál era nuestra situación pidiéndoles que mataran un cordero para que pudiéramos llevarnos un poco de carne. No acceden de inmediato a nuestra demanda. Nos dicen que son pequeños propietarios, que la situación está difícil y que un cordero representa mucho para ellos. A pesar de que somos cinco, no queremos imponernos por la fuerza por lo que seguimos discutiendo. Finalmente, consienten en sacrificar un cordero. Lo matan. Estamos ya comiéndonos la asadura que han preparado cuando, de forma muy violenta, se ponen a ladrar los perros de los pastores. El ama de casa sale de la choza con un farol. Nosotros, intranquilos, la seguimos. Los civiles están a unos metros de la puerta. Se dan a conocer gritando: «¡Alto! ¡Guardia Civil!» Nuestro camarada, del que desgraciadamente no recuerdo el nombre, tiene la valentía, la rabia o la inconsciencia de contestarles: » ¡Alto a tu puta madre, cabrón!» No tenemos armas, el único remedio que nos queda es echar a correr. Si hubiésemos tenido bombas de mano pienso que hubieran pasado un mal rato. Amparados por la noche, oscura como boca de lobo, corremos como alma que lleva el diablo, y nos libramos de las balas asesinas. Si el tiempo hubiese estado despejado no hubiésemos podido escaparnos todos. Corremos como locos. Hasta el punto que me hago un lío con mi manta y me doy un buen porrazo en la frente al caer al suelo. No siento ningún dolor. Seguimos corriendo. El ruido de la huida de unos y de otros contribuye a que no nos desperdiguemos. Poco a poco vamos disminuyendo la velocidad y recobrando el sentido. Entonces paramos y es cuando nos damos cuenta de que Fulgencio no está con nosotros. Fulgencio, el pescador de Guareña, ha desaparecido. ¿Lo habrán matado? ¿Lo habrán malherido y detenido? ¿Puede ser que haya corrido en una dirección distinta a la nuestra? No sabemos qué pensar, seguimos andando toda la noche. Al amanecer nos escondemos entre la maleza, al fondo de un barranco. Durante el día hemos visto pasar no muy lejos un pastor con su rebaño, nos hemos escondido un poco más.

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Nos acercábamos de los Montes Universales y eso se hacía evidente tanto en el relieve como en la vegetación, pues iban aumentando. Caminando, nos encontramos con un hombre que se desplazaba con dos mulos. Era un buhonero que iba de un pueblo a otro vendiendo ropa de vestir, mantas y cosas parecidas. Procedía de Priego, en la provincia de Cuenca. Nos dijo que no era nada prudente caminar a campo través pues, según él, la Guardia Civil andaba por la zona buscando a gente que se había escapado de la cárcel. Le contestamos que no se preocupase, que íbamos a trabajar a Tragacete y que si andábamos a campo través era para acortar camino. Le compramos un poco de pan y seguimos nuestro camino y él el suyo. De todos modos, tuvimos en cuenta su advertencia. La accidentada y arbolada zona por la que transitábamos era propicia para esconderse. Y si lo era para nosotros, también lo era para los demás. Nos detuvimos en medio de la vegetación para comernos el pan, lo que hicimos con ganas. A unos doscientos metros, en un claro del bosque, vimos un hombre partiendo leña. Un camarada, el extremeño de quien no recuerdo el nombre, tuvo la idea de acercarse a aquel leñador para pedirle un pitillo. ¡Maldito tabaco! Fue, habló con él, posiblemente le diera un cigarrillo, y volvió hacia nosotros. No sé cómo ocurrió, pero se desorientó, hizo una contraseña a la que recurríamos cuando deseábamos juntarnos unos con otros. Le respondieron. Se fue en dirección al lugar de donde provenía ese sonido y, sin saberlo, se metió en la boca del lobo. A muy corta distancia de nuestro escondite, oímos un contundente: «¡Alto! ¡Guardia Civil!» que nos atemorizó. Aquel pobre extremeño, nuestro camarada de Castuera, había caído en la trampa de los agentes. No sabíamos cómo reaccionar, si echar a correr o quedarnos quietos a la espera de que se alejaran ellos.  Decidimos irnos con mucha precaución hasta que alcanzamos un punto alto desde el que podíamos vigilar los contornos, y ahí nos quedamos. Al atardecer, oímos tiros por el monte. ¿Es que nuestro camarada había intentado fugarse? Pensé que lo habían asesinado. Fue el segundo camarada que no pudo llegar con nosotros a Francia y, desgraciadamente, no recuerdo su nombre.

Cuando recuperamos el sentido, tras la huida del lugar donde cogieron a nuestro camarada, nos dimos cuenta que habíamos dejado allí los macutos y las mantas. Volver para recuperar el equipaje representaba un peligro pero, por otra parte, seguir andando en pleno invierno en una zona montañosa y fría sin ni siquiera una manta nos parecía imposible. Entonces decidimos retornar a nuestro escondite y lo encontramos tal y como lo habíamos dejado. Los guardias civiles no lo habían descubierto. Perdimos a un camarada pero, al fin y al cabo, se puede decir que tuvimos la fortuna de no caer todos en la redada. Una vez más, la suerte nos acompañó.

Retrato de Jerónimo Morgado Galán realizado en la prisión provincial de Cuenca por el artista, también preso, Emiliano Lozano Moreno – La fecha es del 5 de agosto de 1940

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Ese intento nos bastó para comprender que no podríamos pasar por la montaña para llegar a Francia. Teníamos que volver atrás y hacerlo de noche por el valle. A media tarde, empezamos a bajar por donde, la víspera, habíamos ascendido y llegamos de nuevo a la cabaña, donde descansamos esperando que oscureciera. De nuevo estuvimos en Canfranc. Pasamos por la derecha de la inmensa estación y de varias construcciones contiguas. Luego, por una zona de huertos. De vez en cuando aparecía un letrero con nombre de oficiales: capitán fulano, teniente mengano…, por ello deducimos que debíamos encontrarnos en una zona de presencia militar. Posiblemente Canfranc albergaba algún batallón de trabajadores forzosos, de presos republicanos condenados a duras penas de trabajo. Además, esos presos debían cuidar de los huertos de los oficiales que mandaban las tropas que les custodiaban. En plena noche, todos, presos y guardianes debían dormir y teníamos que aprovecharnos de su sueño para alejarnos de la zona, lo que conseguimos sin dificultad. Más lejos, atravesamos el río Aragón, un afluente del Ebro. Había poca profundidad pero el agua estaba helada y la corriente era muy fuerte, un verdadero torrente. Tuvimos que cogernos unos a otros por las manos para no ser arrastrados.

En la orilla opuesta, a muy corta distancia, un carabinero salió de su garita, encendió la luz, echó una mirada a derecha e izquierda, apagó la luz y volvió al interior de su casucha. Nos habíamos pegado al suelo en espera de que la situación nos fuera más favorable. Cuando el carabinero desapareció, nos levantamos y andamos por un camino empedrado que subía de forma progresiva. Caminamos un buen trecho y, de repente, en el borde de la carretera, vimos un mojón que indicaba: «Francia – Un kilometro». ¡Nuestra alegría fue intensa, indescriptible! ¡Saltábamos, nos abrazábamos!

Era el 22 de marzo de 1940. Nuestra odisea, iniciada el 4 de enero al fugarnos del campo de concentración de Castuera, concluía favorablemente. Habían sido setenta y nueve días y setenta y nueve noches de vagabundeo. El hambre, el frío y los piojos, que nos chupaban la sangre, habían sido nuestros fieles compañeros de viaje. Hacía casi un año que llevábamos sobre el cuerpo las mismas prendas, y hoy, ya más que ropa, eran jirones.

Nuestra aventura terminaba después de haber atravesado tantas zonas donde el peligro precedía cada uno de nuestros pasos. Habíamos llegado a Francia, pero faltaban dos camaradas. Miguel, quien seguramente nos abandonó para volver a su casa, y nuestro compañero extremeño, que cayó en la trampa de la guardia Civil y debió ser asesinado en los Montes Universales.

Era el 22 de marzo, y para nosotros, que acabábamos de escaparnos del infierno franquista, la naciente primavera de 1940 era la promesa de muchas esperanzas. Aquel día aún no sabíamos por qué calamitosos caminos íbamos a tener que seguir andando en los meses y los años siguientes.

Itinerario aproximativo de la fuga desde Castuera a Urdos – 4 de enero 1940 al 22 de marzo de 1940

[1] GÓMEZ BRAVO, G. La redención de penas. La formación del sistema penitenciario franquista, 1936-1950. Libros de la Catarata, Madrid, 2007, (pp. 87-88).

[2] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Cautivos. Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947. Editorial Crítica, Barcelona, 2005.

[3] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Los campos de concentración franquistas. Entre la memoria y la historia. Editorial Siete Mares, Madrid, 2003, (p. 18).

[4] Ibidem, (p. 48).

[5] Archivo General Militar de Ávila (AGMAV). Cuartel General del Generalísimo (CGG). «Documento nº 1. Decreto del Nuevo Estado concediendo el derecho al trabajo a los prisioneros y presos políticos y fijando la justa remuneración a ese trabajo y su adecuada distribución. Salamanca, 28 de mayo de 1937. BOE 224»

[6] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Cautivos…(p. XXVIII).

[7] Ibídem, (p. 308).

[8] Para una visión general del sistema de campos en Extremadura ver: GONZÁLEZ CORTÉS, J.R. «Origen  y desarrollo de los campos de concentración en Extremadura», Revista de Estudios Extremeños, Más centrado en la provincia de Cáceres: CHAVES RODRÍGUEZ, C. Los reclusos de Franco. El sistema penitenciario y concentracionario franquista en la provincia de Cáceres (1936-1950). PREMHEx, 2017.

[9] AGMA.ZN. «Ejército del sur. Información». A. 18/L.17/C. 17.

[10] Archivo del Ministerio del Interior. Servicio Histórico de la Guardia Civil. Expediente personal de Manuel Carracedo Blázquez.

[11] Entrevista realizada por el historiador Ángel Olmedo, al que agradecemos su cesión.

[12] AGMA. 21 División. Organización. Estados de fuerza. De las unidades de esta División. Mes de abril de 1939. A. 42/L. 1/C. 30.

[13] IBARRA BARROSO, C. La otra mitad de la historia que nos contaron. Fuente de Cantos, República y Guerra 1931-1939. Diputación de Badajoz, Badajoz, 2005.

[14] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Cautivos…Op. Cit. (p. 192).

[15] LÓPEZ RODRÍGUEZ, A.D. Cruz, bandera y Caudillo. El Campo de concentración de Castuera. CEDER-La Serena, Badajoz, 2006, (pp327-333).

[16] PRESTON, P. «El uso del terror contra civiles en la Guerra Civil», en Alberto Reig Tapia y Josep Sánchez Cervelló. La Guerra Civil Española, 80 años después. Un conflicto internacional y una fractura cultural (pp. 27-39), (pp. 33-34).

[17] Archivo General de la Administración (AGA). Fondo Justicia. Expediente «Castuera, falta de expedientes de reclusos trasladados de Orduña a Castuera».

[18] AGMA. Ejército del Sur. Organización. Prisioneros y presentados. Abril de 1939. A. 18/L.5/C.27.

[19] MUÑOZ ENCINAR, L., AYÁN VILA, X. y LÓPEZ-RODRÍGUEZ, A.D. (Eds.), De la ocultación de las fosas a las exhumaciones. La represión franquista en el entorno del Campo de concentración de Castuera. AMECADEC-Ministerio de la Presidencia-CSIC-Incipit, Santiago de Compostela, 2010.

[20] Archivo General Histórico de Defensa. Expediente Isaías Carrillo Sosa.

[21] AGA. Fondo Justicia. Expediente instruido sobre responsabilidades Prisión Central de Castuera.

[22] MORENO ANDRÉS, J., VILLALTA LUNA, A. y BALLESTEROS MARTÍN, G. (Eds.). Todas las fosas de posguerra en Ciudad Real. Diputación de Ciudad Real-UNED, 2020, (pp. 495-499).

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: base de la cruz que presidía el campo de concentración (foto: Cadena Ser)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia





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