lunes, 2 de agosto de 2021

Publicadas por Roberto Penas.

  Estas palabras. 

Encontradas en su página de Facebook de la cual soy un asiduo seguidor. Y que en su tiempo, este escrito plasmado en papel por su padre. Elisario Penas. Dignas de leer y reflexionar. Dado que lo expuesto en el texto era cierto, incluso en los finales del los sesenta y principios de los setenta, aún se mantenía esa distancia. Ese odio a los perdedores, como si fuera en error no subsanado de que un estuvieran en la sociedad. En fin disfruten este escrito, creo que dará que pensar, a mayores y menos mayores.

       Frente a los que tanto practican eso de que “los dos bandos asesinaron y provocaron sufrimiento” y, por tanto “los dos bandos fueron iguales“, aquí incluyo el testimonio de un perdedor de la guerra, oficial del EPR, que tras pasar por el exilio y la cárcel, quedó libre en 1943 y nos cuenta sus impresiones tras reincorporarse a la vida civil y volver a trabajar. Esto lo escribe en 1972, aún en plena dictadura. Porque la diferencia entre haber ganado o perdido la guerra no puede desdeñarse. Es el testimonio del capitán Elisardo Penas. Que cada cual juzgue como mejor le parezca:

El contacto diario con los obreros me permitía observar el violento contraste entre vencedores y vencidos. En mi ambiente normal todos formaban parte del primer grupo. Excombatientes, excautivos, familiares de asesinados, etc. Naturalmente, podían hablar alto, habían recuperado sus empleos o tenían ayudas oficiales para conseguir otros, recibían recompensas y pensiones y, en general, rehacían sus vidas más o menos penosamente, pero con la cara levantada. Por algo habían ganado. Entre los vencidos, que por algo habían perdido, la cosa era diferente. También ellos eran excombatientes, o excautivos, o lloraban a familiares asesinados. Pero además, habían perdido sus empleos, se les cerraba el paso a otros, trabajaban en las peores condiciones, incluso medio muertos de hambre, y... se tenían que callar. Era inevitable, claro, pero no dejaba de ser una broma macabra que la propaganda oficial asegurase haber traído la felicidad a todos los españoles, gracias a su política de “generoso perdón”.

Una de las más pintorescas consecuencias de esta discriminación entre buenos y malos estaba en la enseñanza. A todos los chicos que estudiaron y aprobaron cursos en la zona republicana, incluso con Matrículas de Honor, se les anularon sus estudios. Pero en cambio, a los excombatientes de Franco, mediante los llamados “exámenes patrióticos”, se les regalaron cursos enteros y aún títulos como el de médico, sin más méritos académicos que el manejo del fusil en el frente y aún de la pistola asesina, en la retaguardia. (De estos últimos supe de varios casos).

    Yo estaba en una postura intermedia. Familiar y socialmente formaba parte de los buenos, pero había cometido el error de colaborar con los malos y esto tenía que pagarlo. Estando los vencedores en posesión absoluta de la verdad (que los tibios o desengañados ponían, sin embargo, en cuarentena), mi papel era el de un pobre despistado, al que había que curar de sus absurdas y trasnochadas ideas. ¿Qué esto me sumía en un estado de permanente humillación? Naturalmente. Pero tenía que aguantarlo, al menos mientras a mi alrededor todo el mundo creyese en la victoria de Hitler y considerase razonable un régimen de feroz dictadura fascista.

La necesidad de poner sordina a mis ideas, dado el ambiente en que vivía, no me resultaba demasiado penosa. Con dejarlas en una discreta penumbra podía vivir tranquilo. Pero que quisieran imponerme criterios e ideas, para mí indefendibles, era más de lo que podía soportar. Podía incluso reírme, en lugar de indignarme, si leía en la prensa que se preparaba la reconstrucción del pueblo de Nules, “bárbaramente destruido por los rojos”, cuando yo personalmente lo vi bombardear día y noche por la aviación franquista hasta no dejar piedra sobre piedra. Me encogía de hombros ante afirmaciones (en letras de molde) tan estúpidas como la de que el Rey más nefasto de España fue Carlos III, porque echó a los Jesuitas y tuvo ministros masones. O que la Inquisición fue un gran bien para el país porque nos mantuvo alejados de las ideas europeas, tan contrarias a nuestras tradiciones. Ni siquiera me afectaban los relatos de atrocidades de los rojos, por muy tendenciosos que fuesen. Conocía de sobra los excesos de uno y otro bando y encontraba lógico que solo se aireasen los de los vencidos y se callasen hipócritamente los propios.

Lo que me irritaba profundamente (y me sigue irritando) es que cualquier indocumentado, que capta “de oídas” una idea cualquiera, pretenda imponérmela a mí por narices, cuando yo tengo motivos para estar mucho más enterado que él del asunto en cuestión. Tener que callarme en estos casos te aseguro que resulta bastante desagradable y, por desgracia, lo sufrí con demasiada frecuencia. Hasta el extremo, incluso, de llorar de rabia, impotencia, y humillación, mientras oía sandeces inconcebibles que materialmente se me impedía rebatir. La dialéctica del “porque sí” estaba en su apogeo y contra ella no valían razones.


Cosa verdaderamente curiosa es que muchas veces (hablo de mi círculo social) quienes se mostraban más tolerantes y comprensivos eran las personas que tenían motivos graves de queja contra el bando en que yo milité. Por el contrario, eran los nuevos adeptos del régimen o los veteranos de historial más sucio, los que, con tanta ignorancia como fanatismo, pretendían darme lecciones sobre alta política o conducta moral. Tragué bastante bilis; te lo aseguro. Aunque para comprender el trauma psíquico que yo padecí, tenías que haber sido, como yo, un vencido “a quien se perdona generosamente”, con tal de que no se defienda ni (menos aún) pretenda tener razón en nada.

Elisario Penas.  Publicadas por Roberto Penas. (Hijo).

Enlace: https://www.facebook.com/groups/144268745774475/user/100008851683338




 

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